Teatro del Palacio: Entre Caruso y Juan Gabriel
En ocasión del estreno de Il postino de Daniel Catán, tuve oportunidad verificar las modificaciones. La renovación comprende, entre otras, las siguientes pérdidas: reducción de entre 300 y 400 butacas, des-estilización del art-deco del lobby visible en el desprendimiento del mármol, sustitución de las puertas metálicas, modificación y reducción de los palcos, eliminación de la puerta central de entrada y de tres lámparas, desaparición de elementos decorativos dentro del estilo, etc. Tanto el mármol como el metal fueron sustituidos, absolutamente fuera de estética y violentando la concepción original, con madera de nogal mal cortada, mal pulida y con tornillos y acabados de pésimo gusto que inclusive muestran deterioro prematuro. Como si se tratase de chinerías compradas en barata (de 700 millones de pesos, una ganga). Una pregunta sigue en el aire: ¿Y el mármol, las lámparas, las pequeñas esculturas, los elementos decorativos, dónde han quedado? Al respecto, corren voces sobre las muchas irregularidades del proceso de “modernización”.La polémica ha sido la tónica tras la remodelación o modernización, como le han llamado, del Teatro del Palacio de Bellas Artes. María Teresa Franco como iniciadora y Teresa Vicencio como sustituta directora del INBA, son las responsables del proyecto que al parecer ha hecho más mal que bien al teatro ideado por el viejo Díaz para la celebración del Centenario de la Independencia. Se inauguraría hasta 1934 debido a los avatares de la revolución (el arco de Reforma que no es arco sino estela y que ya pasado el Bicentenario de ingrata memoria no se sabe aún si se concluirá, es un avatar de la ineficiencia, cuando menos), pero en 1919, Enrico Caruso, quien se encontraba de gira cantando en el Toreo de México, tal cual relata la biografía y recolección de cartas realizada por su mujer Dorothy, visitó la obra negra del Palacio y probaría, en palabras del tigre-poeta Eduardo Lizalde, “su voz egregia en el recinto inacabado como para glorioso bautizo del futuro máximo foro mexicano”.
Quizá la pérdida más sensible sea la acústica original del teatro, la cual si bien no era extraordinaria, funcionaba correctamente. Así lo corroboran las magníficas voces que en el pasado tuvieron noches magníficas en el recinto; allí están los registros. La expresión, el instante de la acústica, un arte en sí mismo, un diálogo constante entre la voz y la estructura, entre la ciencia y el arte, una interlocución entre el oído y la emisión que se convierte en razón y/o emoción, que roza los linderos de la poesía, es hoy un problema. Es opaca, seca, árida. La orquesta desde el foso tiende a cubrir el brillo de las voces, inclusive si se les escucha desde el anfiteatro, donde el acto acústico solía tener mayor expansión. Cuando le hicieron ver el error, la administración encontró como deslumbrante solución llenar de bocinas las salientes de los palcos. Inconcebible no sólo desde un criterio estético, sobre todo, artístico, si se conviene que allí se canta ópera. Ahora se sospechará inclusive del “microfoneo” de ciertas voces operísticas.
El Comité Mexicano del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS), ha interpuesto ya, ante los daños, la gravedad de las faltas, la violación de las reglas de restauración de sitios y monumentos históricos y artísticos como el Palacio de Bellas Artes (reconocido por la UNESCO desde 1987), una demanda contra el gobierno mexicano ante el Centro del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Una fuerte llamada de atención de la organización internacional quizá resarza un poco del daño, por ahora irreparable, al teatro que no merece la administraciones recientemente padecidas.
Volviendo fenómeno acústico, con la condición actual, las bocinas le irán bien a los espectáculos populares, a uno de Juan Gabriel, por ejemplo. Y he aquí un conflicto añejo: al concebirse como un teatro exclusivo para la recreación de las “bellas artes”, pues abundan los espacios de carácter popular, existen resistencias de los grupos artísticos a la distorsión del objetivo original. No obstante, con la fallida ocurrencia de los altavoces, es claro cómo la política cultural panista privilegia la estética del “divo” de Juárez al arte vocal del tenor napolitano: a Juanga antes que a Caruso.
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