samedi 27 août 2011

Escena a orillas del Hudson
HÉCTOR PALACIO
@NietzscheAristo
2011-08-27
Seguro se trataría de un mexicano, de esos que van hasta Albany, la capital del Estado de Nueva York, para trabajar en la construcción. O en todo caso, de un negro, de esos que andan sin quehacer deambulando entre vagones. Pensé. En la diminuta estación de trenes llamada Hudson, a la orilla donde se encuentran el río y la ciudad del mismo nombre (en memoria del explorador y navegante inglés Henry Hudson), espero mi regreso a Manhattan luego de tres días visitando a un viejo y querido profesor en retiro; acumulaba ya un retraso de más de quince minutos. El tren hacia Montreal arribó casi a tiempo pero continuaba sin moverse. Habían descendido ya los pasajeros, mas una inusual movilidad al interior de los vagones así como en la oficina de la terminal detenía la reanudación del viaje.

Mientras el sol se ponía en el horizonte tras el río, dejé un libro al lado de la banca y más bien pensé a Martín Luis Guzmán y su A orillas del Hudson, en Federico García Lorca y Poeta en Nueva York, en José Vasconcelos, Silvestre Revueltas, en quienes han visto la ribera del célebre río (Tablada: “¡Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida!...”; Paz: “Don’t cross Central Park at night”;…) e imaginé que el tren hacia el norte habría sido la vía utilizada por Alfred Hitchcock en la entretenida North by Northwest. Pero no, la línea involucrada en la película es la del Metro North que sale de Grand Central. Yo esperaba el AMTRAK, con base en Pennsylvania Station en la calle 33, cerca del Madison Square Garden de la Octava Avenida. Un sistema de trenes bastante criticado por su alto costo, lentitud y pesadez aun sobre los rieles. Especialistas han dicho que comparado con el de Alemania o Japón, es un fracaso. Pensé también en Valley of the Dolls. No en la novela de Jaqueline Susann, sino en la película de Mark Robson donde Sharon Tate luce radiante, aunque quizá no tanto como en Danza de los vampiros de Roman Polanski. Hacia el final del filme, que se desarrolla en Upstate New York, disfruté en los meandros la serena belleza de Barbara Parkins adentrándose sola  en la nieve. Repasando más al norte, al límite con Canadá, sobre la misma vía me llegó la bella y frágil presencia de Marilyn Monroe, en Niagara. Luego, On the road de Jack Kerouac, que inicia su recorrido avanzando hacia el polo para luego descender…

El tráfico se intensificó entre la puerta del tren y la entrada a la oficina de la estación. Camino al baño escuché que solicitaban policías. Un pasajero recién llegado informaba sobre un individuo alcoholizado que había armado escándalo durante el trayecto. Por eso todo estaba retrasado. Lo bajarían allí. Para ello, los fornidos y copiosamente alimentados maquinistas y billeteros necesitaban del refuerzo de la policía local.

Y llegaron apurados los fortachones en tres patrullas. Lucían sofocados, como embarazados de hamburguesa, pizza gigante y un litro de diet coke; era casi la hora de la cena. Otra más en un auto regular descendió atropellándose y demandando a gritos la ubicación del sujeto. Todos señalaron hacia los vagones, aunque nadie veía nada aún. Pues allí estaban los uniformados en número de 9 luchando contra un pobre muchacho rubio, flaco, desaliñado, vomitado sobre su vestimenta, al borde de la congestión, al tiempo en que llegaban dos ambulancias. Uno de los maquinistas arrojó displicente y arrogante la maleta y la mochila del borracho. En el momento culminante, someten al supuesto criminal contra el suelo. Lo sujetan entre dos y lo esposan. Un policía con guantes de látex y mascarilla abre la mochila y saca un fajo bastante abultado de billetes. Cuento con él a la distancia. Puros de veinte, cincuenta y cien.

Lo montan en vilo a la camilla y luego a la ambulancia. Le han preguntado de todo pero él sólo ha respondido con la mirada perdida en un posible horizonte. Se va el tren con rumbo a Montreal y ahora sí llega el que va hacia la Gran Manzana y nos apremian a escalar. Arranca la ambulancia con el paciente. Luego el tren. Aún siguen contando los billetes.

Escena perfecta para una crónica de Jack Elaine, amigo del profesor, quien ha trabajado por 25 años como reportero para el Register-Star, el periódico de la ciudad. Tema prototipo, como los pequeños acontecimientos de la breve ciudad, incendios, accidentes automovilísticos, robos, riñas, ligas locales de deportes, etc. En el trayecto de casa del profesor a la estación de trenes, pues no me ha permitido caminar (sobre la agradable Warren Street, apacible, distante en apariencia de la tragedia mexicana), el viejo Jack un tanto triste me ha dicho, sin embargo, que desde la modernización del periódico, desde su paso al internet, cambió de trabajo. Ahora elabora la gaceta de un hospital, pues a él lo que le gusta es el olor y el tacto del papel.

Unas mínimas láminas de sol sobre el río alcanzan aún a percibirse por la ventanilla del tren en nuestra lenta marcha río abajo, hacia Manhattan.

P.D. En un hecho prácticamente inédito para la historia de Broadway -en una semana que ha registrado igualmente un poco común temblor de 5.8 grados-, debido a la amenaza del huracán Irene, se han cancelado todos los espectáculos del 27 y el 28 de septiembre. Lo mismo que la mayor parte de la actividad artística y cultural. Algo semejante a los días subsecuentes a los llamados ataques terroristas del nueve-once en 2001, hace diez años. 

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